La policía ha identificado a gran parte de los autores de los montajes o modificaciones de imágenes de falsos desnudos de hasta 22 niñas en Almendralejo (Badajoz). Según las primeras investigaciones, fueron tres menores los que introdujeron en la aplicación de Inteligencia Artificial las imágenes que encontraron en redes sociales de sus compañeras de instituto y al menos ocho niños más los que contribuyeron a difundirlas. Más allá de la calificación penal que pudiese corresponder a los hechos finalmente (delito de elaboración de pornografía infantil, delito contra la integridad de las menores, delito de revelación de secretos… teniendo siempre en cuenta la complejidad que entraña el hecho de que toda la imagen no sea real al estar realizadas con IA), la cuestión es que la mayoría de los autores son menores. ¿Cómo responde la ley en estos casos?
La norma que regula la responsabilidad penal del menor es la Ley 5/2000, que establece que el interés del menor debe inspirar todas las actuaciones. Esta norma forma parte del modelo de responsabilidad que viene a superar los modelos netamente asistenciales, primero, y educativos, que sirvieron de base para juzgar a los menores.
Una persona es imputable desde los 14 años, antes están exentos. Aunque a partir de los 18, esta norma ya no tiene eficacia, si se impone una pena durante la minoría de edad que sobrepase el momento en el que se cumple la mayoría, podrá seguir en el régimen de menores hasta los 21. La edad penal ha variado a lo largo del tiempo, situándose en los 12, 16 y 21 años.
El Ministerio Fiscal, que solicita asumir la dirección de la investigación en materia penal a nivel general, tiene un enorme protagonismo en materia de menores donde sí dirige la instrucción- a diferencia de lo que sucede en el proceso de adultos-, defiende los derechos del menor, vigila que se cumplan las garantías procesales y valora las posibilidades de mediación. El juez es quien se encarga de enjuiciar. Hay algunas actuaciones instructoras que el fiscal no puede realizar: diligencias restrictivas de derechos fundamentales, que deben ser adoptadas por el juez.
Tanto jueces como fiscales, abogados y el equipo técnico, formado por trabajadores sociales y educadores, están especializados en la atención de personas con un grado de desarrollo y madurez inferior que se encuentran en un momento clave en su evolución vital.
También existen diferencias respecto a la “justicia de adultos” en lo que se refiere a la publicidad del proceso. Mientras que la publicidad durante el juicio oral es un principio básico del proceso y una garantía para el acusado, en el caso de los menores resulta mucho más sencillo restringir la publicidad y queda prohibido tomar imágenes, pues resulta esencial preservar la intimidad del menor (artículo 35 LORPM)
En este sentido, para evitar la victimización secundaria, la prueba preconstituida es la norma cuando un menor de 14 años (no imputable) tiene que intervenir en un juicio. No son pocos los operadores jurídicos que consideran que se debería utilizar siempre que se trate de una víctima vulnerable, como es el caso de los menores.
La Fiscalía ha abogado en su última memoria por ampliar el alcance de este tipo de pruebas anticipadas, modificando el artículo 448 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. “En todo caso, se considerará que concurre dicho riesgo cuando así lo determine la necesidad de protección por razón de su edad, discapacidad o situación de especial vulnerabilidad. Para valorar la especial vulnerabilidad del testigo, explican, se atenderá a las características del delito y a sus singulares circunstancias”.
Entre las medidas de protección que se llevan a cabo en este tipo de procesos en los que están implicados menores (tanto en calidad de víctima como de presuntos agresores, como en el caso de Almendralejo) se encuentran las de evitar contacto visual entre víctima e infractor o la facilidad de prestar declaración sin estar presente en Sala.
Si en un hecho delictivo intervienen mayores y menores de edad, se enjuician por separado (artículo 16.5 de la LORPM), aunque procesalmente se han de tener en cuenta determinadas excepciones. Si se trata de un delito permanente que se empieza a cometer cuando la persona es menor, pero continúa una vez alcanzada la mayoría de edad, se someten a la justicia de adultos, aunque los hechos cometidos mientras era menor no pueden valorarse a efectos de una posible agravación de la responsabilidad penal. En los casos de delito continuado y si es un delito habitual, los hechos se enjuiciarán por separado dependiendo de cuando fueron cometidos.
El proceso
Cuando se da noticia de un hecho delictivo que ha podido ser cometido por un menor, la Fiscalía debe hacer un doble juicio de valor: analizar si los hechos son verosímiles, si son penalmente relevantes y si los ha podido cometer un menor de edad. Cuando llega la denuncia, el fiscal puede inadmitirla porque los hechos no sean constitutivos de infracción penal o admitirla para que se incoen diligencias preliminares para saber si se incoa el expediente. Antes de incoar un expediente, se pueden realizar diligencias preliminares que pueden concluir con el decreto de archivo de las Diligencias preliminares, con el decreto de desistimiento de la incoación del expediente de reforma cuando se trate de delitos menos graves o leves, sin violencia o intimidación y sin reincidencia. O se puede decretar el expediente de reforma. El decreto de archivo de las diligencias preliminares no es susceptible de recurso porque no es una decisión judicial.
El expediente puede concluir con un escrito de alegaciones de Fiscalía en el que se propone la adopción de medidas de contenido educativo sancionador o de forma anticipada porque no considere que hay elementos suficientes para continuar o porque crea que puede perjudicar el interés superior del menor. El juez puede decretar el sobreseimiento, de oficio o a petición de la Fiscalía, bien por los motivos establecidos en la LECrim, bien por que se ha producido reparación, conciliación y el menor se haya comprometido a cumplir una actividad educativa. (artículo 19 LORPM). En el ámbito de menores, la mediación tiene también un papel destacado.
El juicio se podrá celebrar en ausencia del menor si la medida solicitada tiene una duración inferior a dos años y siempre y cuando el Ministerio Fiscal esté presente. La sentencia se debe dictar en los cinco días siguientes a la celebración de la prueba.
Las medidas
No existen delitos distintos para los menores. Son los que están tipificados en el Código Penal, pero el juez tiene una flexibilidad mayor en el caso de los delitos leves o menos graves.
Para un delito grave como un homicidio, asesinato, violación o aquellos con penas de prisión asociada superior a 15 años, el menor puede ser internado en régimen cerrado de 1 a 5 años si tiene hasta 15 años. Y hasta 8 años si tiene 16 o 17.
En el caso de delitos menos graves cometidos con violencia o intimidación o grave riesgo para la vida o integridad física, para delitos graves no con penas inferiores a 15 años, delitos cometidos en grupo o con pertenencia a servicio de bandas, el internamiento en régimen cerrado puede llegar a los tres años para menores de 14 y 15 años y hasta 6 para los mayores. También se pueden imponer internamiento durante los fines de semana o prestaciones en beneficio de la comunidad de hasta 200 horas.
Para el resto de delitos existe un amplio margen de flexibilidad para el juez a la hora de elegir la medida. Entre las medidas no privativas de libertad se encuentra la libertad vigilada, que suele llevar aparejado el seguimiento de pautas socio educativas; el tratamiento ambulatorio; la asistencia a un centro de día, cuya existencia y características dependen mucho de la comunidad autónoma; la realización de tareas socioeducativas o las prestaciones en beneficio de la comunidad. También se les puede prohibir aproximarse a la víctima o privarles de otros derechos, retirándoles permisos o licencias o inhabilitándoles.
La evolución de los modelos de responsabilidad del menor
Según explica la catedrática de Derecho Procesal de la Universidad de Vigo, especialista en este área, Esther Pillado, la idea de establecer una justicia penal diferenciada para los niños, niñas y adolescentes surge en Chicago en 1899, donde el movimiento de los “Salvadores del niño” impulsó la creación de un tribunal para niños, así como leyes laborales, normas de protección y colegios e instituciones especiales para los menores. En esa época, a finales del siglo XIX, se producen en Estados Unidos y en Europa grandes cambios económicos como consecuencia de la revolución industrial que provocaron transformaciones en la estructura social; surge una nueva clase social, el proletariado que se desplaza del campo, masivamente, a las ciudades. Esta nueva situación provocó una progresiva descomposición y transformación de la familia que era, en ese momento, el mecanismo fundamental de integración y control social. En ese contexto, se produjo un aumento de la delincuencia juvenil, que era vista por las clases dirigentes como una consecuencia de la vida urbana, del nacimiento de la sociedad industrial y de la crisis de la institución familiar. Ante esta situación, surgen movimientos filantrópicos y humanitarios que tratan de reeducar a los niños, alejándolos del sistema de justicia penal de adultos, en los sería el germen del futuro sistema de justicia juvenil. la Ley de Chicago de 1899 supone el origen de una justicia especialmente diseñada para los niños y tuvo una gran influencia en la creación de órganos similares en América y Europa a lo largo de las primeras décadas del siglo XX. Ahora bien, debe tenerse en cuenta que la justicia juvenil no es una realidad inmutable sino que, por el contrario, ha sufrido una larga y profunda transformación que ha dado lugar al surgimiento de distintos modelos de justicia juvenil en los que se han destacado fórmulas educativas o sancionadoras.
El primer modelo se denomina asistencial o de protección, y se caracteriza por diseñar un sistema de medidas de orientación correctora y educativa a través de un procedimiento judicial carente de garantías judiciales para el niño. En este modelo, se consideraba al niño como un enfermo y, por tanto, un incapaz, penalmente inimputable, que debía ser corregido. El juez tenía una función meramente paternalista (aparecía como padre protector) y su principal misión consistía, por un lado, en el estudio del menor, de su personalidad y su ambiente y, por otro, la adopción de la medida más adecuada a su salvación moral y social. El juez tenía amplios poderes discrecionales que podía ejercitar sin necesidad de utilizar un instrumento procesal formal; se entendía que el juez adoptaría siempre la medida más beneficiosa para el niño y, por tanto, no era necesario ningún tipo de control. En sus orígenes, era un modelo moderno e innovador que introdujo mecanismos que, en su época, podían considerarse revolucionarios; son destacables a este respecto, el estudio de las circunstancias personales y sociales del niño, la adopción de medidas con finalidad educativa o la especialización del personal que interviene en el sistema; sin embargo, con esa idea de que el menor había salido del derecho penal, no es menos cierto que también salió del sistema de garantías y derechos individuales reconocido a todas las personas. Este modelo estuvo vigente, con las adaptaciones propias de cada sistema jurídico, durante la primera mitad del siglo XX.
El modelo educativo surge después de la II Guerra Mundial, una vez asentado el llamado Estado de Bienestar, propiciado por un período de crecimiento económico y estabilidad social, que llevó a los Estados a aumentar las prestaciones sociales con un notable descenso del volumen de delincuencia juvenil. El modelo de bienestar o educativo trataba de evitar la entrada del menor delincuente en el sistema de justicia penal, potenciándose el tratamiento educativo en detrimento de la intervención judicial, cobrando especial relevancia la puesta en marcha de soluciones extrajudiciales para el tratamiento del menor delincuente. En sentido positivo, este sistema tiene la ventaja de que evita los peligros de estigmatización del proceso penal frente al delincuente juvenil. Sin embargo, desde el punto de vista negativo, este sistema estaba en contra del derecho a un proceso con todas las garantías para el menor en cuando los distintos programas de atención al mismo se adoptaban sin tener en cuento los principios procesales básicos.
En la década de los sesenta del siglo pasado, comienza a hablarse de una crisis de la justicia de menores, poniéndose de manifiesto que la condición del menor no puede suponer en ningún caso una disminución de la tutela jurídica. En concreto, empiezan a surgir voces que consideran que en los modelos existentes de justicia juvenil se vulneraban los principios y garantías propias del debido proceso, sin respeto, por tanto, de los derechos mínimos de cualquier ciudadano.
El punto de inflexión en la justicia juvenil se produce con la Sentencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos en el caso Gault (1967) cuando señala que “las garantías procesales deben ser también aplicadas a los menores. A partir de este momento se inicia una modificación del modelo de justicia juvenil vigente, tutelar o de bienestar, al considerarse necesario el reconocimiento de las garantías procesales básicas a los niñas, niños y adolescentes. Esta preocupación por los derechos y garantías de los menores no sólo tiene lugar en Estados Unidos, sino que pronto se extiende por toda Europa que inicia una serie de cambios en sus legislaciones para adaptarlas a esta nueva corriente garantista.
El modelo de responsabilidad pretende encontrar un equilibrio entre lo judicial y lo educativo.En este modelo el niño deja de ser considerado como un incapaz y pasa a ser reconocido como un sujeto de derechos que está en evolución progresiva (es progresivamente capaz). En consecuencia, debía preverse un sistema jurídico que respete los derechos y garantías básicos de los menores y que tenga en cuenta sus propias peculiaridades.